Hace algunos años tuve la oportunidad de participar de una conferencia de apologética en la UPR de Cayey. Fue un tiempo glorioso donde tocamos diversos temas sobre Dios y al final de cada sesión, dábamos un tiempo para preguntas y respuestas.
A mi me correspondió una de las últimas intervenciones y una vez terminado, pude dialogar con los universitarios que se dieron cita. Tenían dudas importantes que responder. Pero lo que más me llamó la atención fue un padre que aprovechó para acompañar a su hijo a la conferencia. Me llamó la atención por dos razones:
(1) El papá estaba discipulando a su hijo, creciendo juntos.
(2) El papá discipulador también era discípulo con sus propias preguntas.
Mientras este padre hablaba conmigo me dijo algo que me dejó inquieto:
“En mi iglesia, cuando yo crecía, no permitían preguntas porque decían que era un síntoma de mi incredulidad y eso ofendía a Dios.”
Me hizo pensar en cuántas personas crecieron en una iglesia así. Quizás crecieron en un hogar así.
Las dudas son como piedras. Cuando no las contestamos, es como si metiéramos cada piedra en nuestro bolsillo en el pantalón. Crecer con los bolsillos llenos de dudas no es sabio. La vida es una gran piscina donde te lanzas y si tienes todas esas piedras en los bolsillos, te hundes y te ahogas. Así no es que se practica la fe bíblica.
Jesús resucitó de los muertos y eso proveyó la evidencia objetiva determinante para que sus discípulos creyeran en todo lo que él les había enseñado. La fe no es tan fuerte como las ganas que nosotros le metamos, sino de los rastros de su fidelidad que Dios dejó.
Con esto en mente, deseo que hoy podamos examinar Marcos 7: 14-19 para ver lo que podemos sacar de esta narrativa con relación a la duda. Es un texto, que si lo leemos completo aprendemos varias cosas súper importante sobre la pureza interior, pero el enfoque de hoy será en estos tres puntos:
- Los discípulos dudan también
- Los discípulos no guardan las dudas
- Jesús tiene respuestas